Campana Rotaria de la Paz
Quito, 21 de septiembre de 2020
Poco después de suscrita la paz con el Perú se inauguró en Quito, en el Parque de La Carolina, la Campana de la Paz. Como Canciller de la República, fui invitado a tomar parte en la ceremonia. He asistido con el mismo gusto que entonces, a varias conmemoraciones anuales de esta campana. Como Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, tuve también la oportunidad de acompañar al Secretario General Boutros Ghali para repicar la Campana de la Paz colocada a la entrada de la ONU, en la Segunda Avenida de Nueva York. Ahora me honro, una vez más, en tomar parte en tan simbólica ceremonia preparada por el Rotary Club y sus dignatarios, con el esmero y pulcritud propios del espíritu rotario, y de hacerlo formando parte de un grupo tan distinguido de oradores como son mi excelente amigo y magnífico ex alcalde de Quito Roque Sevilla, el señor Yuji Sudo, Embajador del Japón, cuyo país apadrinó la iniciativa de la Campana de la Paz y el doctor Julio Silva Santisteban Director Electo del Rotary International, hermano peruano.
La Paz de Westfalia, suscrita en 1648 por los imperios que entonces dominaban Europa, puso fin a las guerras de religión y estableció un nuevo orden internacional basado en una premisa de trascendental importancia, sintetizada en la sentencia que encabezó los tratados entonces acordados: Pax optima rerum. La paz es el bien supremo.
Fue en virtud de ese reconocimiento que nació en la historia política el estado nacional. Fragmentada Europa en más de 300 estados, era difícil llegar a en entendimiento que cuestionara la primacía del poder temporal de la Iglesia y que reconociera la igualdad de todos los estados. La transición hacia el nuevo orden tomó muchas décadas, pero el primer paso se había dado. Las tierras europeas dejaron de ser propiedad privada de papas, emperadores y reyes y pasaron a ser entidades jurídico-políticas con personalidad propia, aunque todavía balbuciente.
Las grandes rivalidades, sin embargo, no terminaron. El imperio español, en rápida decadencia, tuvo que ceder el paso a Francia, cuyo ministro Mazarino había demostrado una envidiable habilidad en las negociaciones que concluyeron con la paz de Westfalia, tanta como la de Talleyrand en el Congreso de Viena de 1815, mientras se fortalecía el imperio de Austria, y Prusia multiplicaba su poder y su influencia.
Hasta entonces, la paz, rara en la historia universal, había sido el resultado del triunfo de las armas y de la consiguiente subyugación del vencido. La guerra y la dominación eran lo usual. Por ello surgió el juicio crítico que sostiene que la paz no es otra cosa que un paréntesis entre dos guerras. Por eso se recuerda, como excepcional, la llamada “paz Octaviana” en la historia del imperio romano.
El ejercicio del poder había trazado los mapas de la geografía política y determinado el rumbo de las relaciones internacionales. Las negociaciones entre estados se realizaban, generalmente, ex post facto, es decir cuando el ejercicio del poder había dado su veredicto mediante una victoria militar. Basta recordar, a este respecto, el ultimátum que Atenas enviara a la isla de Melos durante las guerras del Peloponeso, según lo relata Tucídides, proponiéndole una alianza contra Esparta y advirtiéndole que tenía fuerza suficiente para invadirla, destruir su cultura y adueñarse de sus riquezas y que, por lo tanto, no acogería ningún razonamiento que pretendiera argumentar el respeto a la moral o la ley. Concluía el mensaje con una frase lapidaria: “El fuerte siempre obtiene lo que desea y el débil sufre lo que debe sufrir”. Pocas veces se ha descrito tan friamente la amoralidad en el uso del poder. Sin embargo, la historia misma se encargó de demostrr cuan endeble e ineficaz era tal argumento cuando, veinte años después, Atenas tuvo que sufrir, al ser derrotada por Esparta, todos los horrores propios de la imposición de la voluntad del poderoso, lo que le llevó a demandar la “verdadera justicia” invocando la práctica de la moral y el respeto al derecho.
La paz de Westfalia se fundamentó, para decirlo en pocas palabras, en la búsqueda del equilibrio de fuerzas. Cada estado, grande o pequeño, se empeñó, desde entonces, en la concertación de alianzas y entendimientos para conformar bloques que pudieran ser más o menos equiparables en poder y evitar así el histórico sometimiento del débil al poderoso. Se pensaba que entonces sería conveniente para todos no mover las fichas y evitar las guerras. El equilibrio del poder sería la garantía de la paz. Esta concepción filosófica se nutrió, además, con las ideas de Hobbes y Rousseau y prevaleció por más de dos siglos.
Kant revolucionó la filosofía y transformó las ideas políticas en el siglo XVIII. Como parte de su monumental trabajo, elaboró la teoría de las relaciones internacionales y examinó las posibilidades de establecer un orden que hiciera posible la paz perpetua. Así como el estado reglamenta el uso del poder de cada individuo y garantiza el orden social, los estados deben asociarse para formar parte de una unidad que, al monopolizar el uso de la fuerza, asegure el orden internacional. El mecanismo para obtener tal resultado tiene que ser una federación de estados, la política debe consistir en la práctica del derecho fundamentado en la moral.
Algunos críticos de Kant consideran que hay un vacío sustancial en su doctrina, consistente en no definir cual es el origen del deber, es decir el vínculo entre el respeto a la libertad de cada ser humano y la sustentación de su obligación de sujetarse a una norma previamente inexistente, en forma tal que se desarrolle un orden social en el que convivan la moral y los intereses, la libertad individual y las exigencias del bien social.
Las ideas de Kant influyeron sin duda en la marcha de la historia. Los intentos de crear una organización mundial desde mediados del siglo XIX se sustentaron en ellas. La Sociedad de las Naciones fue precisamente uno de los más importantes ensayos de organización de los estados bajo una autoridad internacional cuya responsabilidad básica era ls de evitar los conflictos bélicos. Sin embargo, esa optimista concepción fue dramáticamente confrontada por las teorías nacionalistas extremas que habían empezado a tomar fuerza, sobre todo en Europa y el extremo oriente, que no aceptaban sujetarse a una norma que limitara sus propósitos de dominio. La falta de adhesión activa de algunas de las grandes potencias, sumada a la incapacidad de la Sociedad de las Naciones para hacer respetar la norma del derecho en el caso de la invasión de Mussolini a Etiopía terminaron por debilitarla y hacerla fracasar.
A mediados del siglo pasado uno de los grandes juristas modernos, Kelsen, publicó un libro en el que presentó su doctrina relativa a la paz, en cuyas primeras páginas formuló una gran pregunta: “¿La paz mediante la fuerza o el derecho?”
Kelsen desarrolla sus ideas basándose en que “La paz es una situación que se caracteriza por la ausencia de la fuerza” pero reconoce que si una sociedad organizada resolviera eliminar el uso de la fuerza, podría degenerar en el anarquismo, lo que aboga en favor del reconocimiento de que la autoridad que legítimamente representa al conjunto social esté dotada del monopolio de la fuerza, es decir de la facultad coercitiva para mantener la cohesión social y la armonía entre todos sus componentes.
Kelsen afirma una profunda verdad al sintetizar su teoría del derecho en pocas palabras: “la característica esencial del derecho como un orden coercitivo consiste en establecer un monopolio de la fuerza común…cuando el ejercicio de este monopolio se centraliza, cuando el derecho de emplear la fuerza como una sanción es retirado a los individuos perjudicados y transferidos a un órgano central, cuando se crea un poder ejecutivo centralizado, la comunidad jurídica se convierte en un estado”
Según su tesis, cada estado soberano se siente naturalmente inclinado a ejercer su poder, es decir su fuerza, de la manera que juzga conveniente para defender o preservar lo que considera su derecho. Como esta actitud fatalmente evolucionaría hasta una confrontación y, eventualmente, una guerra, sería necesario concebir una institución de la que formen parte todos los estados, un estado mundial que monopolice la fuerza y que la use siguiendo las orientaciones de un parlamento mundial. Kelsen reconoce que la puesta en práctica de esta idea chocaría con dificultades serias y hasta insuperables. Considera que las épocas en las que existió un ambiente de paz fueron el resultado de la subyugación de los débiles por parte del poderoso, la “pax romana”, por ejemplo, y concluye que el establecimiento de un estado mundial solo sería posible a través de la “subyugación forzosa de todas las naciones del mundo; y sólo puede conseguirse la paz mundial mediante un orden impuesto a la humanidad por una gran potencia”.
Sin embargo, la paz puede obtenerse y garantizarse si el respeto al derecho se vuelve habitual y generalizado. “La fuerza y el derecho no se excluyen mutuamente. El derecho es una organización de la fuerza”. Kelsen termina afirmando de manera enfática que la paz mundial es posible y que la segunda guerra mundial abrió las puertas para crear una organización que la garantice.
Los horrores producidos por la Primera y Segunda Guerras Mundiales fueron argumentos suficientes para que la humanidad entera resolviera crear una organización orientada a preservarle de la repetición de tales horrores. La ONU fue concebida como una organización no de los estados sino de los pueblos, de los pueblos que, deseosos de eliminar para siempre la guerra, resolvieron propiciar un orden basado en tres premisas: la paz, los derechos humanos y el desarrollo. Al Consejo de Seguridad se le atribuyó la responsabilidad de autorizar, inclusive, el recurso a medidas coercitivas para garantizar o restablecer la paz. La fuerza necesaria para tal efecto se integraría mediante acuerdos entre la ONU y los Estados Mayores Generales de todos los países que estarían comprometidos a contribuir con una cuota de sus fuerzas para constituir la fuerza coercitiva de la ONU.
Lamentablemente, a poco de creada la ONU, resurgieron las ambiciones y desconfianzas y el mundo se dividió en dos grandes bloques ideológicos. Los trabajos y decisiones del Consejo de Seguridad se vieron condicionados por un ambiente de hostilidad ideológica entre las grandes potencias, lo que mermó sustancialmente su capacidad de velar por la paz. El antidemocrático derecho al veto de los cinco miembros permanentes del Consejo le paralizó precisamente cuando debía tomar importantes medidas de protección de la paz y prevención de la guerra.
Por otro lado, hay que recordar que, cuando ha surgido algún conflicto internacional con respecto al cual el Consejo de Seguridad ha resuelto tomar medidas coercitivas, pocos países han contribuido con su cuota de asistencia militar para el restablecimiento del imperio del derecho. Y casi todos han vuelto sus ojos hacia la única potencia capacitada y dispuesta a hacerlo, los Estados Unidos de América. Paradójicamente, mientras más ha contribuido Washington para acciones coercitivas en obedecimiento a decisiones del Consejo de Seguridad, más fuertes han sido las críticas en contra del “imperialismo”, realidad cuya evidencia se hizo más visible cuando implosionó la Unión Soviética y surgió la llamada “pax americana”. En consecuencia, no son pocas las razones de quienes sostienen que la inexistencia de conflictos militares, más que el reconocimiento de las bondades de la paz, obedece a la poderosa influencia de una gran nación.
Durante todo el periodo de la Guerra Fría, la paz mundial se mantuvo gracias al equilibrio de fuerzas entre las potencias occidentales y la Unión Soviética. Los conflictos regionales eran de intensidad menor porque se encontraban de alguna manera controlados por la geopolítica mundial. Las armas nucleares añadieron un nuevo elemento al equilibrio del poder, mucho más disuasivo, pero esencialmente más peligroso y difícil de manejar. En efecto, la estrategia en cuanto al uso del poder atómico parte del reconocimiento de que el uso de las armas nucleares puede implicar, al mismo tiempo que la destrucción del contendor, el riesgo de la autodestrucción. En consecuencia, el primer objetivo debe ser evitar la proliferación y prohibir el uso de las armas nucleares.
¿Hasta qué punto volver creíble la amenaza nuclear a sabiendas de que el rival conoce que hay mil argumentos para no cumplirla? Tal es la esencia de la nueva estrategia del poder. Para dar credibilidad a sus advertencias, Corea del Norte decidió realizar ensayos nucleares que demostraron su control sobre la tecnología necesaria para atacar la costa pacífica de los Estados Unidos. Sin embargo, tuvo que abstenerse de desarrollar misiles de largo alcance ante el temor de que la doctrina de la guerra preventiva practicada por Washington pudiera aplicarse. Los cuestionados y poco conocidos entendimientos entre Trump y Kim Yong Un no deben interpretarse como producto del temor de que Korea del Norte pudiera atacar a los Estados Unidos sino como resultado del temor a las consecuencias mundiales de una eventual reacción norteamericana. De alguna manera, la catástrofe que se produciría como efecto del uso de la potencia atómica se convierte así en el mejor deterrente para evitar que tal recurso sea empleado.
Sin embargo, hay que considerar que el mundo no está libre de los errores de líderes irresponsables que pueden conducir a la humanidad a situaciones sin salida, trágicas y sangrientas.
En los actuales momentos, el mundo vive una época de desconcierto y falta de liderazgo. No solo que han renacido las rivalidades ideológicas, sino que ha perdido vigor el multilateralismo; las viejas doctrinas nacionalistas, egoístas y miopes, han vuelto disimuladamente a tomar vigencia, mientras la democracia como doctrina política y forma de vida ha demostrado debilidades y defectos cuya corrección es tan urgente como difícil. El temor a la hecatombe nuclear no ha impedido, sin embargo, audaces conatos de guerra económica y tecnológica, mientras muchos conflictos regionales han resurgido con virulencia. Los problemas globales son cada vez más claramente identificables pero la lucha concertada contra ellos se vuelve cada vez más difícil a causa de las políticas nacionalistas que teóricamente reconocen la globalización, pero reniegan de su corolario ético, la solidaridad.
Las conquistas de la tecnología nos hablan de insondables posibilidades que se abren hacia el futuro cercano cuyo misterioso contenido no puede estar exento de peligros de muerte para la especie y nos hablan también de la fragilidad del orden cuya armonía es constantemente desafiada por los desvaríos del poder. El corona virus nos ha traído muerte pero, sobre todo, un mensaje que no podemos soslayar.
La paz con el Perú
Cuando en 1997 fui llamado a negociar la paz con el Perú, accedí a llevar a cabo esa misión teniendo en mente dos factores para mí fundamentales. El primero, el paso del tiempo, enemigo número uno de la tesis sostenida por el Ecuador en cuanto a sus títulos jurídicos sobre inmensas porciones de territorio amazónico. No sé si por el temor de afrontar el problema territorial en una condición inferior de poder, o porque genuinamente se esperaba que el proceso civilizador dotaría al Ecuador de nuevas fuerzas jurídicas que le permitan defender y hacer respetar sus argumentos tradicionales, no se prestó adecuada atención a las enseñanzas de la historia. Un gobernante ecuatoriano llegó a mantener oficialmente la tesis de la “herida abierta” consistente en no modificar el statu quo hasta cuando las circunstancias mejoraran y permitieran al Ecuador negociar en condiciones de mayor poder y fuerza persuasiva.
Mi convicción, por el contrario, se basaba en el hecho cierto de que, históricamente, el pasar de los años iba consolidando la presencia de facto del Perú en los territorios en disputa y confería más solidez a la posesión efectiva. Basta recordar que, en el curso de los 150 años de relación conflictiva, se ensayaron numerosas fórmulas para llegar a un acuerdo y que, sucesivamente, cada una de ellas era más perjudicial para el derecho ecuatoriano. Paradójicamente, el Protocolo de Rio de Janeiro de 1942 puso fin a las penetraciones peruanas en la región oriental que el Ecuador consideraba suya.
El segundo factor se relaciona con el papel fundamental que en todo conflicto corresponde y desempeña la psicología social. El gran filósofo Kant dice que quien aprende un idioma distinto al propio no solamente se dota de un nuevo instrumento para comunicarse y expresar sus ideas sino, más importante aún, de un instrumento para adentrarse en otra cultura, en los mecanismos menos visibles, en los secretos que construyen el espíritu de otros pueblos. Mediante el uso del nuevo idioma, aprende así a conocerlos y valorarlos y alcanza un nivel de comunicación que va mucho más allá de la simple comprensión del significado de las palabras. De la misma manera, si se desea avanzar en el camino de la paz, hay que aprender el idioma del adversario, es decir tratar de comprender sus razones y sus motivos, sus propósitos y sus puntos de vista.
Es lo que hice cuando negocié la paz con el Perú. Traté de entender sus razones, de dar racionalidad a lo que, juzgado desde el punto de vista ecuatoriano, parecía irracional e inaceptable.
Pensé en la educación que recibí en la escuela y el colegio, en materia de geografía. Se nos enseñaba entonces, con el mapa de Luis Tufiño colgado en las paredes de todas las aulas, que el territorio ecuatoriano llegaba hasta limitar con el Brasil. Lo creíamos, como alumnos, con tanta buena fé como la de nuestros profesores al impartirnos esa enseñanza y estábamos dispuestos a dar nuestra juvenil existencia para defender los derechos patrios.
Cabía entonces preguntar si el fenómeno psico-social producto de tal enseñanza no era exactamente el mismo en el caso de los niños y jóvenes peruanos que recibían una educación con datos históricos distintos y que, por lo tanto, tenían la misma buena fe al pretender que la razón estaba de su lado y no del nuestro, en lo tocante a la disputa territorial. Ciertamente que la respuesta no podía ser sino afirmativa, lo que facilitaba la comprensión de las complejidades de la verdad, pero complicaba una posible solución de la controversia.
Llegué a la conclusión de que las condiciones históricas que se habían dado después de la victoria militar del Cenepa, de la aceptación de la vigencia del Protocolo de Río de Janeiro y del acuerdo sobre los llamados “impases subsistentes”, hacían posible una negociación equilibrada, que protegiera y dejara a salvo la dignidad nacional pero que, al mismo tiempo, abriera los ojos con realismo.
Así se desarrollaron las negociaciones sustantivas, en las que no faltaron graves momentos de tensión, tanto durante la presidencia de Fabián Alarcón como la de Jamil Mahuad. La amistad creció espontáneamente entre Mahuad y Fujimori y fortaleció la confianza del uno en el otro. Fujimori no creía en los que él llamaba “los limitólogos” y prefería conversar directamente. Cuando nombró Canciller a Fernando de Trazegnies, los tratos se hicieron más fáciles e imaginativos. Llegados a un acuerdo en los ámbitos de la integración, el comercio, los recursos compartidos, las medidas de confianza, el último escollo, el de la frontera, fue resuelto gracias a la llamada diplomacia presidencial, magistralmente dirigida por Jamil Mahuad, mediante la aplicación de un proceso jurídico que, en su esencia, dibujó la figura nítida del arbitraje pero que no recibió ese nombre para facilitar la aceptación por parte del Perú.
En efecto, sobre la frontera territorial no hubo acuerdo y, entonces, Ecuador y Perú se dirigieron a los garantes pidiéndoles resolver la controversia. Los países garantes aceptaron el pedido, pero añadieron que su decisión debía ser inapelable y que, para ello, era indispensable que, previamente, los parlamentos de los dos países aprobaran la fórmula arbitral. Así ocurrió y los países garantes expidieron su laudo.
El 26 de octubre de 1998 se dio por terminada la más antigua y compleja controversia territorial de nuestro hemisferio, lo que contó con el masivo apoyo de los pueblos de ambos países expresado, además, por casi la unanimidad de los integrantes de los poderes legislativos de ambas naciones.
Los frutos de la paz, en todo orden de ideas han sido positivos. Ecuador y Perú ya no se consideran enemigos y rivales sino hermanos interesados en trabajar juntamente para el progreso mutuo. El comercio, el turismo, los intercambios se han multiplicado exponencialmente. Los problemas y las aspiraciones comunes son examinados en las reuniones presidenciales, con asistencia de los gabinetes ministeriales de ambos países.
La solución de la controversia bilateral fue importante para América Latina en su conjunto y estimuló al acceso a los métodos de solución pacífica de las controversias subsistentes en nuestro hemisferio, especialmente del recurso a las cortes internacionales.
El presidente Clinton, que había seguido de cerca el desarrollo de las conversaciones por intermedio de su representante el Embajador Luigi Einaudi, al expresar sus felicitaciones a los presidentes Mahuad y Fujimori por el acuerdo alcanzado, les dijo que la fórmula jurídico-política inventada para tal efecto, podía tener aplicabilidad para resolver otros problemas en otras áreas del mundo y citó específicamente el caso del Cercano y Mediano Oriente, opinión que era compartida por el profesor Roger Fisher, fundador del Centro Kennedy de estudios internacionales de la Universidad de Harvard.
No hay duda de que la paz es importante, es necesaria, es imprescindible, es un derecho y es un deber. Por estas y otras razones, cuando publiqué un libro sobre esta materia lo titulé “Así se ganó la paz”, lo encabecé con el axioma “Pax Optima Rerum” y lo dediqué a la diplomacia profesional ecuatoriana que, actuando como un equipo caracterizado por el patriotismo, la honestidad y el profesionalismo, entregó a nuestro país la paz que se le había escabullido por más de un siglo y medio.
Permítanme terminar estas palabras recordando las de Ghandi: “No hay camino para la paz. La paz es el camino”
José Ayala Lasso